Sé que
nunca sería una buena escritora, todo buen libro necesita una coherencia que no
tengo, una historia que yo no soy capaz de seguir, un argumento que se escapa
entre mis manos mientras mi mente cambia de idea cada dos segundos, fugaz como
todas las estrellas del firmamento de mi cabeza.
Siempre he
tratado de atraparlas, a las ideas digo, de encerrarlas en la jaula de papel, o
de teclas, que encuentre más a mano, hacerlas mías para que no se alejen, pero
es imposible.
Normalmente,
aparecen cuando me duermo, justo antes de que el sueño me haga suya, de tal
forma que puedan escabullirse sin que yo lo note, para levantarme al día
siguiente con esa sensación de abandono ya tan característica de todas las
mañanas de la vida.
Lo malo de
tener tantas ideas rápidas en la cabeza, es que nunca puedes aclararte con
ellas. Se mueven, bailan, no paran quietas, no sabes controlarlas, hacen lo que
quieren, se burlan de ti como quieren, aparecen y cuando las buscas vuelven a
desaparecer, como pequeñas serpientes que se escurren entre las rocas donde
saben que no vas a poder alcanzarlas.
Puede que
las rocas sean mi propia mente, que no quiere dejarme aclararme, es más feliz
viendo como pasan los días mientras el caos va creciendo, multiplicándose,
jugando con la poca coherencia que me queda.
Las ideas
más coherentes siempre parecen las que surgen de madrugada, cuando aún estás
despierto aunque no deberías; esas que cuando despiertas al día siguiente
resultan totalmente absurdas, te arrepientes, pero ya no sirve de nada, todo
está hecho. Y tal vez deba ser así, tal vez debamos dejarnos guiar por los
impulsos que aparecen cuando menos te lo esperas, sin pensar.
Las cosas
más bonitas pasan cuando no tratas de racionalizar todo a tu alrededor.
El problema
es que soy una persona racional solo cuando no debo serlo.
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